El negocio del fútbol depende de algo crítico, el espectáculo. Tener a los mejores, que haya partidos vibrantes, en las competiciones más decisivas, por los que todo el mundo esté dispuesto a pagar. Que pague la televisión, las plataformas digitales, los aficionados yendo al club, comprando todo tipo de merchandising… Además, esto construyendo gota a gota una marca global —alimentar al fan—. Todo eso es el intangible que no se puede imitar y que los clubs tienen que convertir en máquinas de generar rentabilidad.
Este tipo de actividades crean círculos virtuosos: mejores resultados, espectáculos y marca… pero también viciosos: sin dinero para fichar, perdiendo o quedándose fuera de competiciones críticas, o situarse en camino de nadie (cuando al segundo no se le recuerda) … lleva a tener menos dinero, con costes estructurales muy altos, deteriorarse financieramente y nadie quiere venirse al equipo (por un lado), pero tampoco le pueden pagar lo que fija el mercado (por otro lado).
En definitiva, el negocio de la élite deportiva implica, lejos de lo que podría imaginar (sobre todo antes de que pudiera bucear en las entrañas de las auditorías), de una combinación exquisita entre elevados costes, alta productividad, nuevos negocios, marca por encima de todas las cosas y proyección global para exprimir al máximo cada euro en cada rincón que se le pueda generar a esa marca.
De no conseguirlo, pasar del cielo al infierno financiero, como le está pasando el Barça, es más fácil de lo que parece.
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